La manifestación de síntomas que tanto confunden al enfermo es realmente estremecedora. Muchas veces las hondas contradicciones que vive en su mente, al encarar las pulsiones de vida o muerte, hacen que el paciente viva una feroz lucha interior con sus voces, las que exigen la autolesión, la fijación suicida o eventualmente el daño a otros. Escuchar los gritos que el psicótico interpreta como malignos lo orientan sobre el impulso de ejecutar daño. Sin embargo, la parte sana desea arraigarse y en esa lucha es impredecible saber hacia dónde se estirará la cuerda de la razón vs. la locura.
En este momento cúspide emergen el miedo, la angustia, un inmenso dolor y la pérdida casi absoluta del control. Saber que dentro de sí mismo ya no hay un manejo normal y funcional desarticula al enfermo, quien se percibe como presa de lo inasible, de lo mórbido, de la más intensa agonía que muchas veces se decanta por dejar que la angustia lo atrape. Los procesos conscientes se deforman, priman la ausencia del sentido común, de la lógica racional y de la vida común. Se siente como un títere del destino, como un ser abrumado por designios evidentes, pero delirantes. La más notable indefensión se enviste de duelo, de saberse un muerto en vida, de alguien/algo que nunca, desde su óptica, podrá saber de una experiencia que lo aleje de la fantasía psicótica. Desde luego, cuando se observa desde fuera, esta situación generaría un sinsentido, no obstante, el psicótico se sentirá con la punzada del desencuentro de él como un ser común que se expone sin problemas a lo cotidiano. Para el psicótico no hay futuro, sus sensaciones son inmediatistas porque no entiende si habrá otro día. En pleno brote psicótico, el dolor de no coincidir con algún camino que lo saque de su condición es intenso. Todas las iniciales fantasías del mundo alucinante, pero sugerentes, suelen transformarse en una caída libre a lo ilógico y enfermizo. En este punto, el paciente solo sobrevivirá, atento a lo que esas entidades le refieran y le demanden.
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