La condición del psicótico es tan absolutamente compleja que en momentos no sabe cómo identificar la lógica de la realidad, al menos aquélla construida a partir de su medio familiar, social y cultural. Un enfermo pasa por etapas de exacerbación de síntomas y de momentos de lucidez. No es en todos los casos, pero sí el del esquizofrénico o el bipolar, regularmente. Y en esa exacerbación crecen las posibilidades de acto suicida.
La ideación suicida no suele aparecer en fases iniciales de la enfermedad mental, sino en la medida en que se incrementan los síntomas, los delirios, las fantasías, y por supuesto el dolor mental. Acercarse a la necesidad de suicidarse, que para el paciente sí es una urgencia, puede iniciar con las autolesiones, las cuales son las manifestaciones más caóticas de un odio social que se revierte hacia el sí mismo.
Todo el andamiaje de amargura, la desmotivación, la falta de un sentido de vida, de una misión existencial y la creencia de que su medio de seres significativos sería más sano sin su presencia anida la idea de la autodestrucción.
Un suicida no es valiente o cobarde, como a veces lo caracterizan las voces sociales, sino un ser con un supremo sufrimiento, con una absoluta desconexión de las razones que dan viabilidad a su vida. Por supuesto, la enfermedad mental que enajena totalmente al ser, no es la única entidad proclive a que se dé el suicidio. La depresión profunda también orienta a que el enfermo piense o, en efecto, consume la acción.
Trabajar sobre la importancia de formar personalidades sanas y de advertir, a tiempo, las vulnerabilidades individuales de nuestro ser querido, han de ser tareas fundamentales no solo para los expertos en salud mental, sino para los allegados consanguíneos o no. Sigamos en el camino de la psicoeducación y confiemos en el poder del amor como el cauce de la salud integral.
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